Noche de establo
Sentado. Con la mirada perdida. Y esa luz tan brillante que se refleja en la nieve hiriendo mis ojos.
Quizá me esté observando Mr. Proper desde algún sitio del bosque. O se encuentre dentro de la casa decidiendo cuál es el mejor momento de aparecer. Como un mal guionista de una película de terror.
Me da igual. Es un gilipollas y cualquier opción que elija será lo suficientemente estúpida como para asegurar que lo único que conseguirá es que me ría de él.
Debe de estar enormemente cabreado. Si alguien me hubiera hecho la décima parte de lo que le hice yo a él hubiera dedicado el resto de mi vida a vengarme de ese hijo de puta. Aunque seguro que es tan imbécil que se conformaría con darme un par de puñetazos.
Afortunadamente hay gente para todo. Incluso los hay que perdonan o que buscan el perdón. Y no refiero al del confesionario, de ofrenda y pandereta, sino al de individuos que se lo creen de verdad. Que piensan que lo decente es comportarse bien con las personas y que hay que saber pedir perdón y perdonar, porque lo más importante de la vida es ser honesto con los demás.
Así les va.
Y yo agradezco que existan. Si no fuera porque hay tanto tonto suelto no me sería tan fácil vivir de ellos.
Debería hacer algo. Me estoy quedando helado. Salí hace un rato a por leña y ahora estoy pasando frío sentado en los escalones nevados de la entrada a mi casa.
Lo bien que me sentaría en estos momentos un trago. Empezaría a sospechar que existe el destino si ahora mismo apareciera un San Bernardo. Con forma de perro y cargando en su cuello un barrilito de coñac.
Además de las manos tengo que tener dormida alguna zona del cerebro. ¿Qué hago hablando para mí y ensimismado en recuerdos del pasado?
Humm... los recuerdos.
¡Cuán increíble fue aquello!
Dentro de un establo. Sentado en una vieja y cómoda silla. Con esa luz blanca cayendo del techo. Mirando, sin atreverme a pestañear, al frente. Y esos reflejos dorados, plateados, cobrizos, el brillo de la madera, los vivos colores, el impresionante realismo de la talla... hasta el pedestal de una sola pieza en el cual se sostenía, sin duda de mármol de Macael.
Nunca había visto nada igual. No podía ser auténtico. Y era imposible que se tratara de una falsificación. No conocía a nadie que pudiera trabajar con esa precisión las láminas de metal, tostarlas al fuego, obtener esos matices, esculpir con tanta belleza y precisión un tronco de árbol y extraer esa figura. Una figura que me resultaba familiar pero que no correspondía a ninguno de los santos que conocía.
Aunque no era un experto en historia del arte, sí sabía mucho de imaginería religiosa. Sobre todo de sus falsificaciones.
Y esta talla era diferente a todas las que conocía. No sólo por su belleza y técnica, sino por los símbolos que había incorporado el artesano.
Se trataba de una escultura tallada en una madera de una sola pieza, de unos 80 cm. de altura, que representaba a un hombre de cuerpo entero vestido con una túnica de monje de color vainilla, conseguido de forma admirable mezclando láminas de oro, cobre y plata hasta lograr dotarla de un color que en cada pliegue adquiría un matiz diferente dando la sensación de realidad, resplandor y uso.
De complexión fuerte, rostro que transmitía determinación, y ojos con brillo de enamorado. Abrazaba un báculo cuya voluta llevaba en su interior, extrañamente, la figura de una abeja, y en su mano derecha lucía un anillo de sello dorado con forma hexagonal en cuyo centro había grabada una cruz que conocía a la perfección.
¿Qué hacía allí? ¿A quién representaba la escultura? ¿De qué época era? ¿Cómo se podía haber conservado de esa manera? ¿Quién había sido el artista? ¿Cómo sacaría la talla antes de que amaneciera y pudiera venir alguien?
Estuve cerca de diez minutos admirando la figura. Bajé la intensidad de la luz y entendí el porqué de la existencia del potenciómetro. Dependiendo de la cantidad de luz que hubiera en la habitación la ropa brillaba más o menos. Transmitía de esa forma diferentes sensaciones. Casi a oscuras, su ropa alumbraba por sí misma la habitación. Era un efecto sorprendente. Emitía luz. Y el anillo brillaba con el reflejo del oro.
Con mucho cuidado probé a mover la estatua, vi que no estaba sujeta más que por su propio peso al mármol y que podía cargar con ella.
Aparté la silla al fondo, abrí la puerta, salí al establo y busqué una escalera. La llevé donde tenía aparcada la furgoneta y la dejé apoyada en el muro.
Volví al establo y llevé la talla hasta allí, subí con tiento la escalera y la deposité en el techo de la furgoneta. A continuación la bajé al suelo, la introduje en el interior, la envolví con mimo en unas mantas y sujeté con unos pulpos que no dañaran su pintura y que impidieran que se moviera en el viaje.
No pude resistirlo y volví por el pedestal. No se iba a quedar allí. Era una escultura más que un soporte y había sido esculpido para esa talla sin duda. No estaba trabajado con las técnicas ni herramientas actuales y había sido tan bien elegido que era un complemento imprescindible. No era el clásico color blanco, era amarillento. Más acorde con el color de la túnica del personaje y, sin duda, fue un encargo especial. Un bloque de mármol de 50 cm. de altura, cincelado y pulido a mano, que sujetaba a la perfección la imagen.
Pesaba bastante más y esta vez llevé unas mantas al establo, lo embalé allí y ayudándome de una carretilla lo acerqué al muro. Tuve que hacer un esfuerzo para subir la escalera cargando con el pedestal pero lo conseguí. Lo até bien dentro de la furgoneta y tapé todo con unos plásticos de color amarillo.
Volví dentro de la finca, coloqué la carretilla y la escalera en su sitio, apagué la luz de la habitación, cerré los cerrojos, dejé la llave en la escarpia, coloqué el falso fardo de paja en su sitio y salí, apoyándome en los barrotes de la entrada, al exterior de la finca.
Cuando llegué a la parroquia de mi padre conduje la furgoneta por el lateral, pasé dentro de la casa los dos objetos, los llevé a la habitación que siempre teníamos cerrada y de la cual ni Angustias tenía llave. Desembalé el mármol, lo coloqué apoyado en una pared, desenvolví con mucho cuidado la talla, la subí al pedestal, y satisfecho me dirigí a la habitación de mi padre para despertarle y mostrarle la pieza más valiosa que habíamos conseguido nunca.
Aún no había amanecido.
Quizá me esté observando Mr. Proper desde algún sitio del bosque. O se encuentre dentro de la casa decidiendo cuál es el mejor momento de aparecer. Como un mal guionista de una película de terror.
Me da igual. Es un gilipollas y cualquier opción que elija será lo suficientemente estúpida como para asegurar que lo único que conseguirá es que me ría de él.
Debe de estar enormemente cabreado. Si alguien me hubiera hecho la décima parte de lo que le hice yo a él hubiera dedicado el resto de mi vida a vengarme de ese hijo de puta. Aunque seguro que es tan imbécil que se conformaría con darme un par de puñetazos.
Afortunadamente hay gente para todo. Incluso los hay que perdonan o que buscan el perdón. Y no refiero al del confesionario, de ofrenda y pandereta, sino al de individuos que se lo creen de verdad. Que piensan que lo decente es comportarse bien con las personas y que hay que saber pedir perdón y perdonar, porque lo más importante de la vida es ser honesto con los demás.
Así les va.
Y yo agradezco que existan. Si no fuera porque hay tanto tonto suelto no me sería tan fácil vivir de ellos.
Debería hacer algo. Me estoy quedando helado. Salí hace un rato a por leña y ahora estoy pasando frío sentado en los escalones nevados de la entrada a mi casa.
Lo bien que me sentaría en estos momentos un trago. Empezaría a sospechar que existe el destino si ahora mismo apareciera un San Bernardo. Con forma de perro y cargando en su cuello un barrilito de coñac.
Además de las manos tengo que tener dormida alguna zona del cerebro. ¿Qué hago hablando para mí y ensimismado en recuerdos del pasado?
Humm... los recuerdos.
¡Cuán increíble fue aquello!
Dentro de un establo. Sentado en una vieja y cómoda silla. Con esa luz blanca cayendo del techo. Mirando, sin atreverme a pestañear, al frente. Y esos reflejos dorados, plateados, cobrizos, el brillo de la madera, los vivos colores, el impresionante realismo de la talla... hasta el pedestal de una sola pieza en el cual se sostenía, sin duda de mármol de Macael.
Nunca había visto nada igual. No podía ser auténtico. Y era imposible que se tratara de una falsificación. No conocía a nadie que pudiera trabajar con esa precisión las láminas de metal, tostarlas al fuego, obtener esos matices, esculpir con tanta belleza y precisión un tronco de árbol y extraer esa figura. Una figura que me resultaba familiar pero que no correspondía a ninguno de los santos que conocía.
Aunque no era un experto en historia del arte, sí sabía mucho de imaginería religiosa. Sobre todo de sus falsificaciones.
Y esta talla era diferente a todas las que conocía. No sólo por su belleza y técnica, sino por los símbolos que había incorporado el artesano.
Se trataba de una escultura tallada en una madera de una sola pieza, de unos 80 cm. de altura, que representaba a un hombre de cuerpo entero vestido con una túnica de monje de color vainilla, conseguido de forma admirable mezclando láminas de oro, cobre y plata hasta lograr dotarla de un color que en cada pliegue adquiría un matiz diferente dando la sensación de realidad, resplandor y uso.
De complexión fuerte, rostro que transmitía determinación, y ojos con brillo de enamorado. Abrazaba un báculo cuya voluta llevaba en su interior, extrañamente, la figura de una abeja, y en su mano derecha lucía un anillo de sello dorado con forma hexagonal en cuyo centro había grabada una cruz que conocía a la perfección.
¿Qué hacía allí? ¿A quién representaba la escultura? ¿De qué época era? ¿Cómo se podía haber conservado de esa manera? ¿Quién había sido el artista? ¿Cómo sacaría la talla antes de que amaneciera y pudiera venir alguien?
Estuve cerca de diez minutos admirando la figura. Bajé la intensidad de la luz y entendí el porqué de la existencia del potenciómetro. Dependiendo de la cantidad de luz que hubiera en la habitación la ropa brillaba más o menos. Transmitía de esa forma diferentes sensaciones. Casi a oscuras, su ropa alumbraba por sí misma la habitación. Era un efecto sorprendente. Emitía luz. Y el anillo brillaba con el reflejo del oro.
Con mucho cuidado probé a mover la estatua, vi que no estaba sujeta más que por su propio peso al mármol y que podía cargar con ella.
Aparté la silla al fondo, abrí la puerta, salí al establo y busqué una escalera. La llevé donde tenía aparcada la furgoneta y la dejé apoyada en el muro.
Volví al establo y llevé la talla hasta allí, subí con tiento la escalera y la deposité en el techo de la furgoneta. A continuación la bajé al suelo, la introduje en el interior, la envolví con mimo en unas mantas y sujeté con unos pulpos que no dañaran su pintura y que impidieran que se moviera en el viaje.
No pude resistirlo y volví por el pedestal. No se iba a quedar allí. Era una escultura más que un soporte y había sido esculpido para esa talla sin duda. No estaba trabajado con las técnicas ni herramientas actuales y había sido tan bien elegido que era un complemento imprescindible. No era el clásico color blanco, era amarillento. Más acorde con el color de la túnica del personaje y, sin duda, fue un encargo especial. Un bloque de mármol de 50 cm. de altura, cincelado y pulido a mano, que sujetaba a la perfección la imagen.
Pesaba bastante más y esta vez llevé unas mantas al establo, lo embalé allí y ayudándome de una carretilla lo acerqué al muro. Tuve que hacer un esfuerzo para subir la escalera cargando con el pedestal pero lo conseguí. Lo até bien dentro de la furgoneta y tapé todo con unos plásticos de color amarillo.
Volví dentro de la finca, coloqué la carretilla y la escalera en su sitio, apagué la luz de la habitación, cerré los cerrojos, dejé la llave en la escarpia, coloqué el falso fardo de paja en su sitio y salí, apoyándome en los barrotes de la entrada, al exterior de la finca.
Cuando llegué a la parroquia de mi padre conduje la furgoneta por el lateral, pasé dentro de la casa los dos objetos, los llevé a la habitación que siempre teníamos cerrada y de la cual ni Angustias tenía llave. Desembalé el mármol, lo coloqué apoyado en una pared, desenvolví con mucho cuidado la talla, la subí al pedestal, y satisfecho me dirigí a la habitación de mi padre para despertarle y mostrarle la pieza más valiosa que habíamos conseguido nunca.
Aún no había amanecido.
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1 comentario:
Eso, la noche prometida todavía no ha terminado. Mmmmm!!
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